Artículo Original. Publicado también en INFOBAE el 14/09/2019.
El 10 de septiembre Donald Trump anunció por Twitter que John Bolton dejaría el cargo de consejero de Seguridad Nacional. El presidente estadounidense dio a entender que las ideas de Bolton no cuadraban con el resto de la administración. Si bien aún no se ha revelado quién ocupará el puesto vacante, lo cierto es que la salida de Bolton hace ruido por varios motivos.
A primera vista, su desvinculación llama la atención por la supuesta afinidad ideológica entre jefe y subordinado. El magnate cree firmemente en el rol del garrote en política exterior y dado su carácter agresivo, prepotente y a veces impredecible, sus insinuaciones belicistas son tomadas en serio. Bolton comparte una disposición similar hacia las fuerzas armadas y tiene ego de estratega, mas no deja de ser un intelectual sin la última palabra – sin poder de decisión. Algunos lo describirían como un halcón frustrado, solo rescatado de la ignominia política el año pasado.
Otra cosa que despierta interés es el hecho de que Donald se deshace de ministros como Enrique VIII de esposas. Con excepción del vicepresidente y el secretario del Tesoro, todas las carteras principales han cambiado de manos reiteradamente. Bolton era el tercer asesor de Seguridad en casi tres años de presidencia. Esto habla más de la personalidad del comandante en jefe que de las aptitudes y competencias de sus servidores.
¿Qué sucederá entonces con la política exterior norteamericana? Así como viene la marcha, los desencuentros constantes en la Casa Blanca indican que la agenda mundial de Estados Unidos se está convirtiendo en lo que los anglosajones llamarían one-man show, la función exclusiva del gran jefe.
En principio, los analistas indican que el despido de Bolton se traducirá en posiciones más centradas, más pragmáticas y por tanto flexibles, sobre todo en función de temas candentes como Afganistán, Corea del Norte, Irán, Rusia y Venezuela. Si Trump define la doctrina de seguridad nacional con la dicotomía “realismo basado en principios”, cabe sospechar que el elemento realista ganará peso por sobre el ingrediente ideológico.
Según varias fuentes, Bolton no estaba dispuesto a acomodarse al estilo empresarial del presidente. Así como se reunió con el dictador norcoreano Kim Jong-un, Trump aspira a encontrarse con el presidente iraní Hassan Rouhani. Se dice incluso que el magnate evalúa verse con Nicolás Maduro. Trump ve estas opciones como instancias necesarias y convenientes en el tira y afloja de la política mundial, especialmente porque se condicen con su estilo de diplomacia personalista.
Trump cree que no existe diferencia fundamental entre una negociación corporativa y otra estatal. Para que ambas tengan éxito, hay que mostrar músculos para intimidar a la otra parte. Luego la relación se recompone en encuentros presenciales cara a cara, desde donde buscar común acuerdo.
Fuentes anónimas citadas por los medios sugieren que este enfoque incomodaba demasiado a Bolton, siempre partidario de utilizar mano dura con los enemigos. El propio Trump confirmó esta observación en público, y lo hizo menospreciando a su ahora exasesor por haber ofendido a Kim Jon-un. Según los dichos del presidente, el líder norcoreano “no quiere saber nada de Bolton”.
El halcón mostachón había amenazado a Pyongyang con detonar el proceso de diálogo si Kim no se comprometía, de antemano, a desprenderse de todo su arsenal nuclear siguiendo el modelo libio (que en retrospectiva propició la caída de Muamar Gadafi). Domésticamente hablando, Trump asumió un costo político elevadísimo cuando llevo a Kim a la mesa de negociaciones, a lo que la rigidez doctrinaria de Bolton se convirtió no solo en un estorbo, pero también en una traición. Este presidente exige lealtad por sobre capacidad. No por poco eleva a su entorno familiar a posiciones de poder e influencia.
En vista del contraste entre los personajes de esta historia, los analistas sospechábamos que artículos como estos son parte de una crónica anunciada. Cuando Bolton fue designado en marzo de 2018 escribí que nadie se sorprendería si era despedido al cabo de algunos meses. En este sentido, sea para su fortuna o infortunio, quizás el exasesor duró en el cargo más de lo que él mismo había previsto.
Ahora bien, como todo en la administración Trump, ningún análisis coyuntural es libre de contradicciones. Mientras los medios plantean que Bolton se presentaba en reuniones de gabinete con planos y esbozos para una operación militar en Venezuela, el presidente twitteó que su postura hacia el castrochavismo es incluso más dura que la del consejero destituido.
Hay fuentes que indican que Bolton se jugó su reputación apostando por Juan Guaidó y la estrategia de dividir internamente a las fuerzas armadas venezolanas. Esto es, la idea de apoyar encubiertamente a militares de alto rango, mediante dadivas y amnistías, para que se decidieran a derrocar a Maduro y colocar a Guaidó en su lugar. La falta de progreso en este frente habría impacientado al presidente. Por algo aseguró que Boltón “se extralimitó” con Venezuela, lo que da a entender que se atribuyó prerrogativas que solo le pertenecen al inquilino de la Casa Blanca y a su círculo íntimo.
El 11 de septiembre, inmediatamente después del despido, el Departamento de Estado anunció que la Casa Blanca apoyará a la Organización de los Estados Americanos (OEA) en invocar el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR). Esta decisión implica tipificar al régimen bolivariano como una amenaza militar hacia el hemisferio. En consecuencia, su relevancia radica en crear un precedente jurídico para legitimar acciones armadas contra Maduro y compañía.
Este desarrollo medidamente confirma que Trump busca un enfoque más directo y confrontativo, pero solo en la medida que busca allanar el paso para que luego puedan darse negociaciones de alto nivel como sucedió con Corea del Norte. Considerando que Estados Unidos ya reconoció a Guaidó como presidente interino, cabe preguntarse que mensaje estaría enviando Washington si Trump se reúne con Maduro. Este tipo de divergencias y contradicciones en la administración también se perciben en otros puntos en la agenda.
Por ejemplo, Bolton se oponía completamente a las negociaciones con los talibanes que venían teniendo lugar en Doha, donde se esbozaba la retirada de las tropas norteamericanas remanentes. Así y todo, irónicamente, luego de la salida de su asesor halcón, el 9 de septiembre Trump dijo que cancelaba una cumbre secreta con una delegación afgana en Camp David; a raíz de un atentado talibán en donde murieron doce personas, entre ellas un soldado estadounidense.
En mi opinión, cualquier dialogo con los talibanes es y será infructífero, especialmente si lo que se busca es que los extremistas abandonen el yihadismo y permitan el desarrollo de una democracia con garantías cívicas. Entre atentados y ataques aéreos, Afganistán está pasando por uno de los períodos más violentos de su historia. Pero más allá esta discusión, lo concreto es que Trump continua decidiendo asuntos clave de política exterior sin cuidado por el debido proceso. Canceló el encuentro de Camp David no porque Bolton u otros asesores se lo hubieran planteado, pero más bien porque es preso de sus estados de ánimo, pues sigue exclusivamente a su instinto.
Trump ejecuta la política exterior estadounidense desde su celular mediante tweets sin participar necesariamente a su equipo. Y si bien este estilo de liderazgo unipersonal ofrece cierto margen de éxito al lidiar con autócratas (lo que yo llamo “factor Trump”), la lista creciente de funcionarios despechados abandonados en el camino marca que este modus operandi es insostenible sino irresponsable. Quien reemplace a Bolton tendrá que sopesar la misma reflexión y calcular si merece la pena servir en la administración Trump.