Artículo Original.
“El histórico partido islamista tunecino Ennahda quiere dejar de ser islamista”. Así lo anunciaba El País el último 22 de mayo. Si la aseveración es cierta, se merece justamente ser presentada como noticia. Resulta que, conceptualmente hablando, islamismo y democracia parecen términos opuestos, incompatibles entre sí. A la luz de los hechos, hablar de un “islamismo democrático”, esto es, en un sentido liberal y republicano, es un oxímoron que no se contrasta con el comportamiento verídico de las plataformas islamistas, como Hamas y la Hermandad Musulmana. Por ello, cuando Rachid Ghannouchi, el histórico líder e intelectual de Ennahda (“renacimiento”), llamó a separar Estado de religión la semana pasada, los medios internacionales anunciaron lo que se percibe como una buena noticia para Medio Oriente.
En concreto, Ghannouchi saltó a la prensa internacional porque en el marco de un congreso partidario dijo que –como parte de un proceso histórico– “debemos separar la religión de las luchas políticas”. Para el dirigente, el debate identitario de Túnez fue resuelto con la constitución de 2014, la cual encontró un juste milieu (un punto medio) entre Estado y religión, limitando además toda forma de extremismo, tanto religioso como laico. Con esta lógica, que algunos prefieren llamar “especialización”, si bien se habla de que las referencias del partido seguirán siendo musulmanas, ya no habría instrucción o sesgo religioso a la hora de hacer política
En consecuencia, la pregunta fundamental que hay que hacerse es si el septuagenario líder es honesto. ¿Es Ghannouchi un verdadero reformista? ¿Cambiará en el futuro la relación entre democracia e islamismo?
Por lo pronto, Ghannouchi, quien hoy tiene 74 años, es considerado una de las personas más influyentes del mundo. Por su militancia política-religiosa durante los años 80 (en aquel entonces no del todo moderada) Ghannouchi fue arrestado en varias ocasiones por las fuerzas de seguridad. Eventualmente fue forzado al exilio, y tras vivir dos décadas en el extranjero, acaso como uno de los principales referentes de la oposición, regresó a Túnez en 2011 en los inicios de la Primavera Árabe. Tras las protestas masivas, Ennahda, que fue proscrito por Zine Ben Ali, sería aceptado como plataforma política lícita.
Para encuadrar la discusión en torno a las intenciones de Ghannouchi, para evitar ambivalencias conceptuales, lo primordial es establecer que significa exactamente “islamismo”. Como lo remarcaba en una columna de 2014, el término islamismo no es adecuado para enmarcar a cualquier grupo islámico. De acuerdo a un consenso más o menos establecido en la academia, la palabra vincula a los grupos que constituyen movimientos sociales politizados, los cuales, apelando al islam, pretenden llevar a cabo una “transformación” política y religiosa en el seno de la sociedad. Las plataformas islamistas son aquellas que, si bien en algún punto son tradicionalistas, recurren en simultaneo al sistema político moderno para dar a conocer sus postulados y ganar adherentes.
Esto significa que a diferencia de otros grupos comúnmente llamados “fundamentalistas” o “yihadistas”, los islamistas no reniegan de la competencia política, y no la consideran una desviación “artificial” al Gobierno de Dios. De este modo, para los islamistas, la democracia es un instrumento que le permite al movimiento ganar masa crítica, acercándolo al poder. Por esta razón, entre los analistas la máxima “un hombre, un voto, una vez” tiene mucha circulación. Esta se refiere a la intención de los movimientos de corte religioso, que buscan hacerse con el poder mediante el sufragio, para luego nunca más entregar el poder. La Revolución iraní de 1979, lo sucedido en Argelia durante los 90’, el Hamas palestino y la Hermandad Musulmana constituyen al caso buenos ejemplos.
En base a esta definición, desde hace años, incluso décadas, los comentaristas vienen considerando a Ennahda un movimiento renacentista dentro del amplio espectro de grupos islámicos. Para empezar, su tono combativo palidece en relación con el discurso de otros partidos en la región. Además, aparte de ser una figura carismática, Ghannouchi no tiene el aura de demagogo que espanta a los intelectuales occidentales. Es una persona cordial, con trato con figuras de las artes y la política. Según lo sugirió él, antes que relacionarse con el modelo de la Hermandad Musulmana, el suyo es un partido cercano al Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) turco.
Bien, Ghannouchi también tiene su lado oscuro. En sus inicios, su militancia política estuvo muy influenciada por el éxito de los islamistas revolucionarios en Irán. Consiguientemente, llegó a adoptar los sesgos del discurso jomenista, tomando como suyo un tono confrontador que hoy, para evitarse la polémica, intenta ocultar.
En 2011, durante un encuentro patrocinado por The Washington Institute, un think tank estadounidense enfocado en Medio Oriente, Ghannouchi desmintió que el ejemplo iraní haya influenciado su vida política. También desestimó su actitud violenta contra el Estado judío, reflejada en declaraciones a favor del terrorismo contra civiles israelíes. En resumidas cuentas, se limitó a decir que no niega que su posición “haya evolucionado” –porque, “al fin y al cabo soy un ser humano”.
De hecho, entre otras muestras de su carácter, Ghannouchi apoyó en 1979 la toma de la Embajada norteamericana en Teherán, y llegó a nombrar a Estados Unidos como el enemigo del mundo islámico. En cuanto a Israel, en 2009 alegó que los cohetes de Hamas son “un arma civilizada” que “crea balance de poder”. En 2011, ya en el marco del “despertar” de la Primavera Árabe, se refirió a Israel como un “un germen” que “desaparecerá” antes del 2027. Por supuesto, estas declaraciones no se efectuaron para la prensa internacional, y se efectuaron en árabe.
En este sentido, Ghannouchi es verdaderamente un islamista docto en el arte del doble discurso. Para entender a los individuos que protagonizan el drama de Medio Oriente no hay que fijarse en lo que dicen en inglés o en francés. Lo que le dicen a una cámara de la BCC o CNN no pesa tanto como lo que expresan en su idioma nativo frente a un auditorio de locales. De este modo, en lo que a esta cuestión respecta, si los primeros amores en verdad nunca mueren, hay que tomar la aparente moderación de Ghannouchi y Ennahda con cautela.
Para ilustrar, en 2012 se filtró un video en donde –supuestamente reunido con activistas radicales– el líder del partido detalla sus convicciones. Por ejemplo, que la ley islámica, la sharia, es la principal fuente de legislación, y que, sin embargo, a los efectos de alcanzar las metas pautadas, “debemos ser realistas y pragmáticos”. Lo que es más, el hombre expresó a la perfección la principal brecha entre islamistas y yihadistas: “lo que nos diferencia es cómo lidiar con la realidad, no con la religión”. Es decir, si bien están los activistas musulmanes que participan de la política y los que la detestan, en definitiva, quienes la utilizan lo hacen por una cuestión pragmática, y no así por amor al arte, o por una convicción moral.
En lo concerniente a la situación de Medio Oriente, el partido ha sido criticado por no responder con suficiente rapidez o dureza al embate del yihadismo. En lo concerniente al conflicto palestino-israelí, tradicionalmente hablando, la plataforma del partido comprometía a Ennahda a “la lucha por la liberación de Palestina”, “como una misión y un deber central para desafiar el ataque colonial sionista”, siendo Israel “una entidad alíen implantada en el corazón de la patria” árabe.
Es difícil sostener que Ghannouchi, en tanto ha “evolucionado”, ya no suscribe a declaraciones de este tipo. El propio preámbulo de la constitución tunecina sancionada en 2014, en cuya redacción participaron delegados de Ennahda, destaca al “movimiento por la liberación de Palestina” como una causa justa. El punto es que el texto se parece muchísimo a la infame resolución 3379 (1975) de la Asamblea General, que equiparaba al sionismo con racismo. Aunque la constitución se presenta opuesta hacia “todas las formas de colonización y racismo”, en rigor lo hace en claro y particular prejuicio hacía Israel.
Por otra parte, Ghannouchi es colega del clérigo Yusuf al-Qaradawi, una de las principales figuras de referencia del paraguas islamista, quien también, gracias a la malapraxis mediática de los canales internacionales, y a la ignorancia de sus periodistas, es clasificado como “moderado” por la mera cuestión de que se opone al Estado Islámico (ISIS). En verdad, Qaradawi opina que la meta de los musulmanes es conquistar Roma y matar a todos los judíos. Ghannouchi comparte la noción, en la medida que expresó (en árabe) que existe una estrategia judía para alienar al mundo islámico, llamando a una yihad unida contra Israel.
En suma, al momento de discutir la sinceridad y la moderación del regente de la principal fuerza política islamista de Túnez, hay que tener presente que no se produjo un cambio de guardia en las filas del partido. Por el contrario, acompañando a Ghannouchi, los viejos oprimidos por el establecimiento secular castrense están disfrutando de un regreso triunfal a la relevancia.
En base a estas consideraciones, está claro que la de Ennahda es una jugada pensada con finalidades prácticas: un facelift para atraer a los votantes desencantados con el atrofio causado por el eslogan religioso en la política y en los acontecimientos recientes de la región.
Si Habib Bourguiba y Zine Ben Ali dejaron un legado en el pequeño país magrebí, este es, sin dudas, una impronta secular en la vida pública de los tunecinos. En efecto, Túnez es discutiblemente el país más secular del mundo árabe. No obstante, así y todo, en las primeras elecciones libres que celebrara el país en 2011 (desde la independencia en 1956), Ennahada logró una amplia mayoría. Lo curioso es que antes que aprovechar esta situación para imponer una agenda propia, el partido escogió un tono cooperativo, a los efectos de reducir las brechas con las otras fuerzas políticas. En el ámbito internacional, esta política de dialogo le ganó a Ennahada la fama de ser una “excepción” dentro del islamismo, y a Tunéz la reputación de ser el único país que salió bien parado de la Primavera Árabe.
Más impresionante, o bien sin precedentes, fue la decisión del partido de sacrificar voluntariamente su poder. En 2013, en medio de una parálisis política, Ennahda acordó transferir el mando a un Gobierno conformado por tecnócratas independientes. Este gesto le permitió al partido desmerecer la acusación de tener una agenda de islamización oculta, y ganar crédito para las elecciones legislativas de 2014, de las cuales salió como la segunda fuerza política del país. No obstante, gracias a una escisión dentro del partido gobernante en enero de este año, el laico Nidaa Tounes (“Llamado por Túnez”), la fuerza de Ghannouchi es ahora, en términos prácticos, la primera fuerza política.
A mi criterio, estos datos indican claramente que el líder entiende que su posición no es del todo sólida, y que –como dice el refrán– “a veces hay que dar dos pasos para atrás para avanzar uno”. En este punto los analistas coinciden en que Ennahda está intentado adaptarse a las circunstancias para probar su relevancia, quitando énfasis en la discusión religiosa, más abstracta y contraproducente, y poniendo el acento en reforzar la seguridad del país –blanco del yihadismo– y en el crecimiento económico. En todo caso, es evidente que el cálculo de Ghannouchi se atiene a las lecciones que imparte el vecindario árabe.
De acuerdo con Monica Marks, observadora de la política tunecina, “Ennahada parece haber aprendido de la derrota de la Hermandad Musulmana en Egipto, y ha escogido el compromiso antes que arriesgarse a perderlo todo”. Según el mismo Ghannouchi, “¿para qué sirve quedarse en una casa que se está derrumbando enfrente tuyo?”. Para Marks, los acontecimientos regionales, sumamente desventajosos en términos de convalidar legitimidad al discurso religioso, causaron que Ennahada adoptase una “posición defensiva”, incluso al costo de limitar su maniobrabilidad política. Para esta analista, la decisión de Ghannouchi de distanciarse del componente islámico responde primordialmente a las necesidades de reconciliación de una política de transición.
En balance, aunque estos acontecimientos ciertamente son favorables, es necesario mantener una posición escéptica. A Ennahada le queda muchísimo por probar, y no logrará convertirse en la versión árabe e islámica de la democracia cristiana de la noche a la mañana. A lo sumo, si los optimistas prueban tener razón, la transición del islamismo hacia una verídica “democracia islámica”, liberal y republicana, será la facultad y responsabilidad de la generación venidera de políticos.
Dicho esto, Ghannouchi debe ser tomando con sospecha. Tiene más credenciales de agitador que de demócrata, y pese a su giro hacia el dialogo, su retórica da cuenta de la obsesión de los islamistas, presente incluso entre los “menos malos”, por confabulaciones imaginadas entre judíos y norteamericanos. En conclusión, el tiempo dirá si se trata de un lobo vestido de oveja, o si es el reformista que inspirará –ojalá sea el caso– la transformación de los movimientos islamistas.
Ghannouchi dice que el suyo es el modelo del AKP turco, comandado por Recep Tayyip Erdogan. Dicho mandatario se parece al tunecino en la medida que, en los albores de su gestión, en 2002, se mostraba precisamente como un puente natural entre la política y el islam, empleando para ello un tono reconciliador, ciertamente moderado. Catorce años después sabemos cómo dicho modelo degeneró en un Gobierno con sesgos bastante autocráticos. Al día de hoy, no razón para suponer que con Ennahada eventualmente podría pasar algo distinto.