El sultán y los niños

Artículo Original.

El presidente turco Recep Tayyip Erdogan besa a una niña de seis años durante un acto político en la ciudad de Kahramanmarash, el 24 de febrero de 2018. El líder le dijo a la niña que no hay honor más grande que morir martirizada por la patria.  El episodio refleja el drama de la sociedad turca, envuelta en una crisis de valores, y atrapada entre el legado del laicicismo kemalista y las aspiraciones islamistas de su líder, que busca rehabilitar las memorias colectivas otomanas. Crédito por la imágen: .Murat Cetinmuhurdar / AP.

Hace pocos días Recep Tayyip Erdogan intentó convalidar su visión de una Turquía islámica con una niña de seis años vestida con uniforme militar. El 24 de febrero, el líder que aspira a revivir la grandeza del Imperio otomano, participó de un congreso político del oficialismo en la periférica ciudad de Kahramanmarash. Allí, mientras daba un discurso, advirtió que la niña estaba colocada para ser vista. Referenciando su disfraz de soldado, hizo que los suyos la subieran al escenario; y acto seguido le dijo a la audiencia que sería un gran honor si llegara a ser “martirizada” por Turquía. Nerviosa, la niña mientras tanto lloraba. Así y todo, el orador buscó consolar a la pequeña besándola en sus cachetes, contándole que no hay honor más grande –Dios mediante– que ser envuelta con la bandera turca, cual baja caída en combate.

Si bien el episodio es más que nada anecdótico, representa otra instancia que deja entrever la dirección hacia la que se dirige que la República Turca. Con la guerra en Afrín (Siria) como telón de fondo, en las últimas semanas el aparato propagandístico de Ankara viene difundiendo poemas nacionalistas con niños uniformados dispuestos a sacrificarse por la patria.

Luego de haber reformado exitosamente la constitución para cambiar el sistema parlamentarista por un superpresidencialismo, Erdogan mira impaciente a las elecciones pautadas para noviembre de 2019. Los comicios definirán el futuro del país, y se espera que el líder sea virtualmente untado (en todo menos en nombre) como sultán. Para ello, el hombre fuerte de los turcos se presenta como el campeón que lucha por reestablecer el honor perdido de los musulmanes, y reconstruir la grandeza del otrora imperio de los otomanos en Medio Oriente. Además, su mano dura para con los separatistas kurdos, y su automática disposición a denunciar conspiraciones internas y externas, supuestamente apoyadas por Occidente, le ha dado el favor del Movimiento Nacionalista (MHP) representativo del ultranacionalismo turco.

Desde el punto de vista doméstico, Turquía se encuentra en una crisis de valores que denota un programa de islamización. En lo que a los niños respecta, los textos escolares están priorizando el patriotismo, y recientemente se ha eliminado de ellos la teoría de la evolución, acaso una piedra angular del proyecto educativo laicista. El cambio en el currículo escolar abre la puerta a la instrucción religiosa, a la par que se reduce el tiempo destinado al secular fundador de la Turquía moderna, Mustafa Kemal Ataturk. De este modo, el año académico llega con instrucción conservadora y paternalista, que prepara a las niñas para ser madres devotas y listas a entregar a sus hijos a la patria. También aparece el concepto de yihad como lucha y al mismo tiempo amor por la nación.

Desde el punto de vista externo, Erdogan apunta a ser reconocido como el portavoz de una nación que a redescubierto su identidad islámica. Por ejemplo, en febrero se convirtió en el primer jefe de Estado turco en visitar el Vaticano luego de seis décadas. En su trato con el Papa también habló en representación de la Organización para la Cooperación Islámica (OIC). En efecto, Erdogan parece haberse atribuido la representación de la umma, la comunidad global de fieles. Aprovechando el revuelo por la decisión de Estados Unidos de reconocer a Jerusalén como capital del Estado judío, en diciembre pasado el “sultán” convocó a una cumbre de la OIC. Dijo: “Si Jerusalén cae, no podremos proteger Medina. Si Medina cae, no podremos proteger Meca. Y si Meca cae, también perderemos la Kaba. ¡No hay que olvidar que Jerusalén significa Estambul, Islamabad y Jarkarta!” Luego, Erdogan ha demostrado aptitud para movilizar el apoyo de las importantes minorías turcas viviendo en Europa, sea en Holanda o en Alemania, donde insta a sus seguidores a no integrarse al contexto secular de las democracias liberales.

Es importante notar que, en sintonía con la costumbre de muchos países musulmanes, en Turquía el concepto religioso de martirio es aplicado para reverenciar a cada soldado o policía que cae en servicio de su nación. En contraste, lo mismo acontece con los revoltosos que caen en defensa de sus ideales, tal como sucedió a lo largo y ancho de la región con motivo de la Primavera Árabe. La etiqueta de mártir se ha convertido en una expresión cultural que legitima los actos del fallecido, y por ende no necesariamente busca impartir un sentido religioso, pese a que esta sea su connotación. Pero las arengadas de Erdogan buscan que este concepto recupere su trascendencia religiosa. Su proyecto es islamista en la medida en que busca fomentar un patriotismo que vive en simbiosis con el islam político. Imparte la idea de que la religión ocupa un rol central en los asuntos públicos del Estado.

En líneas generales, la historia demuestra que todo autócrata y líder populista busca –o mejor dicho necesita–consagrarse como la figura paterna por excelencia del pueblo que lidera. Conquistar los corazones de las masas es un juego perverso que muy a menudo requiere de elaboraciones maniqueas y polarizantes. Dado que siempre es más fácil autodefinirse por lo que no se es (que por lo que sí se es), dividir el mundo en buenos y malos, o en patriotas y traidores, es la táctica mejor empleada por todo autócrata que se jacte de su investidura.

Como proyecto filototalitario, el islamismo demuestra que las fuentes religiosas tienen un enorme potencial para legitimar y consagrar una retórica de estas características. Al caso, para ser literal, el Corán indica que: “Matadlos donde quiera que los encontréis y expulsadlos de donde os hayan expulsado. La oposición (a vuestra creencia) es más grave que matar.” (Corán 2:191). Sobre el martirio, expresa que “Allah les ha comprado a los creyentes sus personas y bienes a cambio de tener el Jardín [el Paraíso], combaten en el camino de Allah, matan y mueren.” (Corán 9:111). Este es el espíritu que podría guiar la educación de muchísimos niños turcos.  Por descontado, el inconveniente del islamismo es que la interpretación de la fuente religiosa queda relegada a los objetivos políticos del mandatario.

Sea como fuere, cualquier autócrata entiende que el odio hacia la figura retórica del enemigo harmoniza los intereses de sus seguidores. Aunque esto es una ilusión superficial, la dinámica es un buen escaparate para promocionar los ideales del régimen y la solidaridad de sus ciudadanos fieles. No por poco los protagonistas de la vidriera ideológica suelen ser los niños. Si uno se retrotrae al ejemplo de los dictadores más infames del siglo pasado, es evidente que la promoción de las ideologías totalitarias viene acompañada de actos en donde los más inocentes de la sociedad son utilizados como símbolos de pureza que verifican o validan la visión del mandamás que gobierna.

El episodio en Kahramanmarash fue uno de estos actos, y su mediatización permite recordar el drama que acontece en la sociedad turca.

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