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El 17 de septiembre Israel celebrará elecciones legislativas por segunda vez en un año: una ocurrencia sin precedentes que deja entrever la falta de estabilidad del sistema parlamentario israelí. Este problema tiene larga data, y es discutido regularmente por observadores y analistas políticos. Si bien el modelo vigente le ofrece al electorado mucha representatividad, al menos en términos de candidatos y plataformas a elegir, en última instancia, la multiplicidad de partidos y la creciente polarización social en torno a debates nacionales dificultan enormemente la gobernabilidad y la toma de decisiones.
Los politólogos reconocen que el sistema político israelí es una rareza o excepción a la regla. Existe un sistema democrático y sin embargo multiconfesional. Como ya notaba Giovanni Sartori en Partidos y Sistemas de Partidos (1976), “la religión desempeña, en la política israelí, un papel contradictorio, o por lo menos ambiguo” Por un lado, es evidente que el judaísmo es el factor aglutinador que provee identidad al Estado. Por otro, los partidos confesionales buscan expandir el alcance de la ley religiosa, en tanto contradiciendo el estatus moderno del Estado.
Los últimos acontecimientos demuestran efectivamente que la fisura entre seculares y religiosos está creciendo a pasos agigantados; a tal punto, que cada vez es más difícil alcanzar consenso y apaciguar diferencias. Aunque este análisis no es nuevo, a mi criterio amerita otra discusión en relación a la posibilidad de reformar las reglas de juego. La realidad es que el parlamentarismo israelí no permite los niveles de estabilidad necesarios para tomar decisiones difíciles. Por ello, creo que es hora de introducir los méritos de un sistema presidencialista, y que los políticos israelíes evalúen la transformación del sistema.
Israel se encamina a otras elecciones en gran parte debido a esta grieta. Si bien Benjamín Netanyahu ganó los comicios de abril, el primer ministro no logró acordar una coalición con todos sus socios. Tal ocurrencia merecía la intervención del presiente, Reuvén Rivlin, quien, como jefe de Estado, tiene poder facultativo para invitar a quien saliera segundo a intentar formar gobierno. Sin embargo, para evitar perder terreno frente a la oposición, el 27 de mayo los partidarios y aliados de Netanyahu disolvieron la Knesset (parlamento).
Contra los pronósticos iniciales, el primer ministro no pudo formar Gobierno gracias a Avigdor Liberman, quien se negó a pactar con motivo de las concesiones que Netanyahu les ofreció a los sectores religiosos. En contraste con el Likud, el partido de Liberman, Israel Beiteinu, es decididamente secular y se opone a que existan responsabilidades cívicas diferentes para ultraortodoxos (jaredím) y el resto de la sociedad. Liberman apoyaría otra coalición encabezada por Netanyahu, pero solo si este se compromete a aprobar un proyecto de ley que obligue a los jaredím a servir en el ejército. Casualmente, Liberman es retratado mediáticamente como más a la derecha que el premier.
Teniendo en cuenta que las intenciones de voto no han cambiado desde abril, Netanyahu aún necesita los votos de Israel Beiteinu como aquellos de los partidos ultraortodoxos Yahadut Hatorah y Shas. Se trata de partidos secundarios sin posibilidades de hacer entrar a muchos legisladores en la Knesset. No obstante, dadas las condiciones del sistema, y visto que para formar Gobierno se necesitan 61 escaños de 120, estas plataformas reciben una influencia desproporcionada para el número de votantes que representan. Su alineación o no con partidos mayoritarios como el Likud es determinante. Netanyahu consiguió 35 bancas, pero necesitaba obtener el aval de los cinco legisladores de Liberman para superar el umbral. Al final se quedó corto solamente por un escaño, y ergo no pudo alcanzar la mayoría absoluta.
En cierto sentido, así como sugiere Alejandro Mellincovsky, el veto de Liberman desplazó los términos “izquierda” y “derecha” del binario político de siempre. Mientras los clivajes electorales en el resto del mundo occidental pasan por la economía y políticas progresistas, en Israel se discute como en ningún otro sitio la injerencia de la religión en la vida pública. No fue la izquierda, pero un partido nacionalista a ultranza quien inclinó la balanza hacia lo secular.
Así y todo, en Israel no siempre es fácil distinguir entre secularismo y religión. Ser judío puede ser visto como una condición religiosa pero también como una situación étnica o nacional, y tal ambigüedad es responsable de más de una controversia a la hora de legislar.
En julio de 2018 cinco de seis legisladores de Israel Beiteinu votaron a favor de la polémica ley Israel – Estado nacional judío. Según aducen los críticos, la ley, si bien simbólica, enajena o deteriora las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos no judíos, árabes y drusos. Argumentan entonces que la ley deteriora el carácter democrático y moderno de Israel. Con esta perspectiva, creo que la ley en cuestión apunta, de alguna manera, a conciliar la contradicción irreconciliable que representa, a largo plazo, la realidad democrática de Israel con el dominio de Judea y Samaria –lo que es decir– los territorios palestinos en Cisjordania.
En todo caso, la ley refleja la latente contradicción entre dos sistemas jurídicos diferentes. Visto como país occidental, Israel heredó sus cimientos democráticos de Gran Bretaña. Visto como país mediooriental, Israel mantiene las divisiones confesionales provenientes del Imperio Otomano. Es un país en donde existen cortes rabínicas, y en donde la institución del matrimonio está sujeta a las prerrogativas de cada comunidad étnica y/o religiosa
Dejando de lado las polémicas recientes, lo cierto es que el sistema parlamentario israelí ya no es lo que era. En sus comienzos ofrecía una estabilidad que con el paso del tiempo se hizo cada vez más elusiva. Con los primeros años del Estado aparecieron múltiples partidos políticos, y, pese a ello, siempre ha habido plataformas dominantes. En las primeras décadas fue el laborismo (Mapai, luego Avoda), y desde 1977 comenzó a ganar fuerza el Likud.
Desde entonces, el panorama político israelí está generalmente marcado por coaliciones multipartidarias. Ninguna fuerza puede dominar por sí sola o con poca dificultad. Y, últimamente, para cada elección hacen aparición nuevos partidos. Cada político crea su propia plataforma para evitar tener que competir así en internas partidarias. Se necesitan entonces coaliciones compuestas por múltiples partidos. Como se ha visto en años recientes, esto significa que las alianzas pueden romperse con mayor facilidad. Solo vasta que un partido con suficientes números para llegar al 61 decida retirarse para que nuevas elecciones tengan que ser pautadas.
Esta situación explica en parte la falta de avances significativos en lo concerniente al debate Estado-religión, o mismo en relación con el proceso de paz entre israelíes y palestinos. Incluso asumiendo que Netanyahu quisiera tomar medidas valientes y costosas en términos de capital político, las condiciones del sistema multipartidista lo impiden. Tampoco hace falta detenerse en decisiones de alto nivel. Los partidos ultraortodoxos suelen amenazar con romper el Gobierno por mucho menos; por ejemplo, para cancelar la construcción de obras públicas durante los sábados en shabat.
Volviendo a las premisas, si la sociedad israelí ya está muy dividida de por sí, proyecciones demográficas indican que la población ultraortodoxa está creciendo. Según un estudio de la Oficina Central de Estadísticas (CBS) citado por el Jerusalem Post, la comunidad jaredím aumentara de 11%, en 2015, a 20% para 2040. En 2065 será el 32%, un tercio de la población. Como es de prever, esto aumentará la presión sobre sucesivos Gobiernos para tildar la balanza en favor de la ley religiosa judía (halájica). El impasse ya visto debido a la grieta entre seculares y religiosos solo aumentará de mal en peor. En consecuencia, sin importar la división entre izquierdistas y derechistas, futuros Gobiernos tendrán menos credibilidad de cara a negociar concesiones con el liderazgo palestino. Para firmar la paz se necesita un liderazgo fuerte, con apoyo parlamentario, y que pueda poner en marcha aquello que propone.
Estas razones hacen que un sistema presidencialista sea más atractivo. Hipotéticamente hablando, en la medida que, como jefe de Gobierno, el presidente no necesite pactar con múltiples partidos, Israel podrá empoderar a sus líderes electos para gobernar sin la preocupación constante de administrar intereses contrapuestos en coaliciones frágiles. El país sacrificará representatividad, pero ganará gobernabilidad. Más allá de que el sistema parlamentario refleja la situación multifacética y la diversidad de la sociedad israelí, al final de cuentas es necesario adoptar una reforma pragmática para garantizar estabilidad.
Asumiendo que las líneas entre derecha e izquierda continúen disipándose, la reforma hacia el presidencialismo le permitirá a la mayoría secular mantener a los ultraortodoxos al margen del poder, evitando así que partidos jaredím ejerzan una influencia desproporcionada en relación con su posición demográfica. Me refiero a un sistema de doble vuelta o ballotage, en donde el voto secular tenderá a consolidarse. A lo sumo, el electorado probablemente estará dividido entre quienes quieren anexar Cisjordania y entre quienes abogan por la solución de dos Estados.
Sin duda, la reforma del sistema traería muchos problemas y discusiones. Por lo pronto, no sería apoyada por los partidos árabes, que paradójicamente, al igual que las plataformas religiosas, verían en la reforma un mecanismo para desbaratar su acción en la política. Además, existe una cultura formada sobre la base del sistema de representatividad parlamentaria, y no será para nada fácil cambiarla en favor del presidencialismo.
El sistema permite que partidos pequeños puedan formar parte de coaliciones, cosa que raramente ocurre en sistemas presidencialistas, especialmente cuando existe el bipartidismo. Por ello, una reforma hipotética será muy difícil de vender e implementar. El valor más loable del parlamentarismo consiste precisamente en privilegiar el consenso; obliga a los actores políticos de distintos signos a ponerse de acuerdo, asignando carteras gubernamentales a más de un partido. Asimismo, podría decirse que el modelo parlamentario presenta obstáculos para aquellos líderes populistas que pretenden eternizarse en el poder, estropeando la división de poderes y las instituciones republicanas. Alcanza con observar lo que la reforma presidencialista ha hecho en Turquía, en donde Recep Tayyip Erdogan gobierna como si fuera un sultán otomano.
Pero a pesar de estos riesgos, Israel tiene instituciones fuertes y una sociedad vibrante que contrarrestarían la posibilidad de que el sistema degenere en demagogia. A diferencia de muchos otros países, figuras de alto nivel han sido procesadas por un poder judicial independiente que no teme meterse con el poder de turno. Sin ir más lejos, el propio Netanyahu está en la mira por sospechas de corrupción. El sistema presidencialista no tiene por qué alterar esta realidad.
Al fin y al cabo, Israel necesita Gobiernos fuertes para resolver las contradicciones y dilemas que viene arrastrando. Esto solo será posible con estadistas y líderes pragmáticos; con políticos movidos por consideraciones a largo plazo. Es muy improbable que los grupos ultraortodoxos puedan producir este tipo de liderazgo. La reforma podría ser la mejor defensa contra quienes pretenden convertir a Israel en una teocracia, y al mismo tiempo el mejor mecanismo para empoderar a los peacemakers que buscan el terminar con el conflicto con los palestinos.