Artículo Original. Publicado también en POLÍTICAS Y PUBLÍCAS el 24/05/2017.
El presidente estadounidense decidió hacer de Arabia Saudita su primer destino internacional a los efectos de hacer un llamamiento al mundo árabe. En Riad, el hombre más poderoso del mundo pronunció un discurso frente a la gran mayoría de líderes del mundo musulmán, asegurándoles que Washington no abandonará a sus aliados, y que no fallará en velar por su seguridad. Acto seguido, sugirió que su gestión no emitirá juicio acerca del modo en que otros países conducen sus asuntos internos. Aludiendo a un “realismo de principios”, anunció que su país no dará cátedra a otros pueblos, y que no les dictará cómo vivir, como ser, o cómo rezar. De este modo, Trump expresó que “debemos buscar socios, y no la perfección” en la consecución de intereses comunes, como es la campaña para acabar con el terrorismo islámico.
El discurso de Trump se distingue por dos razones fundamentales. En primer lugar es inevitable notar la aparente contradicción entre la visita del magnate a Riad y sus declaraciones exabruptas cuando todavía era candidato por la nominación republicana. Dejando de lado toda la palabrería en relación al islam y al llamado veto de viaje a musulmanes, Trump llegó a acusar a los sauditas de ser “matones y cobardes sin agallas”, y de apoyar al Estado Islámico (ISIS). Llama la atención entonces que Trump haya escogido visitar el país que es custodio de los lugares santos de Meca y Medina. Sin embargo, desde una óptica más pragmática, el hecho demuestra en segundo lugar que en política internacional a las palabras se las lleva el viento. A los dirigentes musulmanes no les interesa tanto lo que Trump diga, pero más bien lo que pueda hacer. En este sentido, en tanto Trump continúe firmando contratos defensivos en el orden de los mil millones de dólares con petromonarquías y compañía, el presidente será recibido con todos los honores en otras capitales árabes.
Como ya discutía en este espacio, estudiar el comportamiento de los Estados de Medio Oriente conduce necesariamente a una lección de realismo político. Teniendo en cuenta que en el vecindario existen rivalidades geopolíticas constantes, la prioridad de todo Estado consiste en aprovisionarse lo suficiente como para hacer frente a cualquier amenaza. En este aspecto, es evidente que el presente conflicto político y sectario que engloba a toda la región ha exacerbado el resquemor entre las partes involucradas. El común denominador es una preocupación punzante acerca del deterioro de la estabilidad, y la vulnerabilidad de los distintos regímenes a revueltas y disturbios internos.
A la luz de las circunstancias, autócratas que hasta hace poco se suponían inamovibles cayeron rápidamente una vez que perdieron la confianza de sus subalternos castrenses. Por eso, podría decirse que la llamada Primavera Árabe recordó acerca del principal temor de todo soberano no elegido por sufragio popular: ser desplazado o derrocado, o bien asesinado. Desde la óptica de los distintos regímenes, las amenazas externas y domésticas convierten a las consideraciones defensivas en una cuestión elemental de supervivencia política. Con desafíos crecientes en Yemen, Libia, en Siria o en Irak, y con el peligro latente de militancia islamista transnacional, todo mandatario sunita ve en Estados Unidos un asegurador de vida. No por poco se presume que el armamento estadounidense y los auspicios de Washington son garantías propicias para sostener en el poder a quienes ostentan poder.
En pocas líneas, el objetivo de Trump consiste en revertir la percepción de que la hegemonía de Estados Unidos en Medio Oriente está llegando a su fin. La misma se debe esencialmente a la reticencia que mostró Barack Obama en materia exterior, especialmente a la hora de involucrarse en los acontecimientos que todavía tienen en vilo a la región. Por ejemplo, cuando estalló el conflicto en Libia en 2011, la doctrina de “liderar desde atrás” no convenció a nadie. Paralelamente, cuando Obama decidió soltarle la mano a Hosni Mubarak apostó por una democratización de Egipto que no llegó a materializarse. Con este acto, Estados Unidos le demostró a los países aliados que su apoyo no es algo que pueda darse por sentado. Es decir, marcó con el ejemplo que las garantías de Washington pueden estar sujetas a las condiciones o dinámicas internas de cada país.
La ambivalencia de Obama frente a Siria también puso en tela de juicio el nivel de compromiso estadounidense con los desarrollos regionales. Pese a que en 2012 la Casa Blanca le impuso a Bashar al-Assad ciertas “líneas rojas” para impedir que utilizara armas químicas, cuando en 2013 llegó el momento de valer palabras no hubo reacción militar. Este antecedente probablemente influenció la decisión de Trump de lanzar misiles Tomahawks contra una base siria en abril, luego de que el régimen volviera a utilizar este tipo de armas. Por estas cosas, desde una óptica realista, Obama dejó la impresión de que abandonó a sus amigos, y que fue demasiado flexible con sus enemigos. No por poco Trump viene reiterando en público su discrepancia con su predecesor, particularmente en relación a Irán. Dado que el acuerdo nuclear continúa inquietando a las monarquías del Golfo, Trump evidentemente escogió viajar a la capital saudita para “tranquilizar” a dicha clientela.
Lo cierto es que el líder republicano busca impartir que su doctrina desconoce el idealismo de la presidencia anterior. Por esta razón, conviene ilustrar el contraste entre el primer discurso de Trump (como presidente) pronunciado fuera de Estados Unidos, y la famosa alocución de Obama en la Universidad de al-Azhar en 2009.
Conocido como el discurso de “un nuevo comienzo”, Obama utilizó la oportunidad para plasmar su agenda orientada a la reconciliación entre Estados Unidos y el mundo musulmán. El demócrata viajó a El Cairo para modificar el bagaje que heredó de George W. Bush, y restaurar el poder blando (soft power) norteamericano, caído a pedazos tras la guerra en Irak. Obama escogió Egipto por su fuerte simbolismo como corazón del cuerpo árabe, con la idea de llegarle a la gente, y especialmente a los jóvenes. La retórica positiva del entonces flamante presidente afroamericano fue un llamamiento a los habitantes de Medio Oriente. Según sus propias reflexiones años más tarde, su objetivo “era persuadir a los musulmanes de que examinaran más de cerca las raíces de su infelicidad”; “dando pie a una discusión que podría crear espacio para que los musulmanes pudiesen abordar los verdaderos problemas que todavía enfrentan – problemas de gobernanza, y el hecho de que algunas corrientes del islam aún no han transitado por una reforma que ayude a la gente a adaptar sus doctrinas religiosas a la modernidad”.
En cambio, Trump viajó al lugar que representa algunas de las peores tradiciones de Medio Oriente, particularmente en cuanto al fanatismo religioso, y al empoderamiento de una casta clerical ultraconservadora. Paradójicamente, se trata de un Estado que representa la caja de Pandora del islam, en la medida que durante décadas financió, y promovió el radicalismo islámico en el exterior, suscitando un problema que hoy – figurativamente hablando – se le ha escapado de las manos. Así y todo, antes que dirigirse a estudiantes, el presidente se dirigió a una audiencia colmada por líderes árabes. Su intervención fue una suerte de oda realista, que en definitiva enfatizó que “nuestros amigos nunca cuestionarán nuestro apoyo, y nuestros enemigos nunca dudarán de nuestra determinación”. Si el eslogan de Obama fue “vox populi, vox Dei” (la voz del pueblo es la voz de Dios) el de Trump fue “estabilidad antes que ruptura radical”.
En balance, aunque el actual mandatario está empeñado en demostrar que será resoluto cuando sus aliados requieran apoyo, la Casa Blanca aún tiene que presentar una estrategia comprensiva para “resolver”, “refrenar” o “administrar” la multiplicidad de problemas que afectan la región. En todo caso nuevamente parece manifiesto que en Medio Oriente las armas hablan más que las palabras al momento de hacer política.