Israel: ¿en guerra con la prensa?

Artículo Original.

La torre al-Jalaa en Ciudad de Gaza se desploma en un ataque áereo israelí el 15 de mayo. El edificio albergaba las oficinas de Al Jazeera y de la Associated Press (AP) en Gaza. Gran parte de la prensa internacional sugirió que Israel busca deliberadamente silenciar al periodismo. Pero un análisis más detenido y desapasionado muestra otra cosa muy diferente. Crédito por la imágen: Mohammed Salem / Reuters.

En el marco de las hostilidades entre Israel y Hamas, el 15 de mayo las fuerzas israelíes destruyeron la torre que albergaba las oficinas de Al Jazeera y la Associated Press (AP) en la ciudad de Gaza. Los medios de prensa informaron que el ataque aéreo que provocó el colapso del edificio se produjo luego de que los residentes fueran alertados con una hora de anticipación. Sin embargo, más allá de que no se reportaran víctimas, los círculos periodísticos rápidamente acusaron a Israel de buscar silenciar la cobertura mediática desde el terreno.

A juzgar por editoriales y opiniones reflejadas en gran parte de la prensa global, esta conjetura se ha convertido en sabiduría convencional. Algunos aducen incluso que es sentido común. Sin mucho más que agregar, Israel estaría queriendo entorpecer la labor de corresponsales y reporteros. Como saben que la pluma es más fuerte que la espada —o que una imagen vale más que mil palabras—, los militares israelíes quieren ocultarle al mundo el sufrimiento gazatí.

Los comentaristas de la ocasión aseguran que Benjamín Netanyahu no quiere que se conozcan las supuestas matanzas que su Gobierno conduce de forma deliberada, posiblemente a efectos de erradicar la militancia y resistencia palestina. Según dicen, aquello de combatir el terrorismo es una excusa, abusada y bastardeada, para cometer crímenes de guerra y atentar contra el periodismo. No obstante, la parafernalia mediática antiisraelí no resiste un análisis detenido y más desapasionado de los acontecimientos.

En una primera instancia, aunque no todos los críticos arrastran los mismos prejuicios, muchos analistas descreen o disminuyen los desafíos inherentes a una guerra urbana, especialmente en el contexto de un conflicto asimétrico. Ante la controversia suscitada por la torre derrumbada, existen amplios precedentes que permiten razonar los alegatos israelíes, los cuales aseguran que Hamas utilizaba la estructura para encubrir actividades orientadas a la realización de la guerra.

Es manifiesto que el grupo islamista intenta reducir la disparidad de fuerza con Israel, ocultando su infraestructura bélica entre la población civil. Al fin y al cabo, dejando ideologías de lado, se trata de una táctica de manual, menudamente empleada por milicias urbanas para mejorar sus chances de ganar. La idea consiste en contener o refrenar las ofensivas de ejércitos convencionales, explotando la plausible reticencia que un enemigo, llámese civilizado, podría tener a la hora de disparar.

Desde esta perspectiva, y contrario a lo que postulan las falacias sensacionalistas, la prerrogativa castrense de Israel no es prepotentemente infinita. Además de estar sujeto al escrutinio de una comunidad internacional obsesionada con su accionar, como Estado de derecho, articulado en torno a valores occidentales, Israel está condicionado por la opinión pública de sus ciudadanos y por las decisiones de sus juristas. En este sentido, las fuerzas de defensa no están exentas de examen interno por parte de la sociedad civil, ni tampoco de las objeciones que imparte la conciencia de sus soldados.

Cualquier observador honesto que mire el comportamiento israelí en situación de guerra, y lo mida con las acciones de otras fuerzas estatales en situaciones comparables, entiende que el mando hebreo emplea todos los recursos a su disposición para evitar daños colaterales. Si bien se persigue la pureza de armas, este es un sueño inalcanzable. La destrucción de vidas e infraestructura civil es un escenario invariablemente ligado a la crudeza recién mencionada. Hamas se ampara en la guerra urbana para maniobrar entre miles de inocentes, presentándole a Israel dilemas de difícil resolución, forzándolo a vacilar y tomar decisiones imperfectas.

Uno de estos dilemas tiene que ver con notificar a la población antes de llevar a cabo un ataque. Dichas advertencias salvan vidas, pero también ofrecen margen para que Hamas reubique sus posiciones o resguarde arsenales a tiempo. Seguramente esto explique el motivo por el cual Israel decidió derribar el edificio de Al Jazeera y AP por completo. Así y todo, gran parte del presente escepticismo se apaña en nociones ilusas acerca del modo en que debería llevarse a cabo una guerra.

Contrario a lo que algunas voces asumen, aun si la fuerza aérea israelí pudiera circunscribir quirúrgicamente sus misiles hacia el piso o sitio específico en sospecha —evitando mayores daños estructurales—, sin tropas en el terreno es virtualmente imposible constatar los daños con precisión semejante. Es decir, incluso si las armas israelíes pudieran diferenciar entre un departamento inocente y otro terrorista (en la misma torre), no habría modo de verificar si el enemigo fue abatido o si su equipamiento fue efectivamente destruido.

Otros se preguntan por qué Israel esperó hasta el detonante de una guerra para derribar el edificio dado por infiltrado. Suponiendo que ya supiera que el mismo era utilizado por Hamas, ¿por qué así no lo informó a la prensa internacional? Una respuesta presumible remite justamente a las realidades asimétricas de la guerra urbana, pues Israel perdería ventaja táctica de cara a una conflagración. En términos prácticos, una notificación pública hacia un medio de comunicación sería lo mismo que dar aviso a Hamas, pero con una salvedad crítica.

En un contexto de relativa calma, Israel podría quejarse acerca de la utilización de periodistas como escudos humanos, identificando algún sitio concreto, o más bien su vulnerabilidad a ser explotado para fines bélicos. Sin embargo, las palabras quedarían en la nada, ya que si Israel actuara primero estaría provocando un casus belli que podría dar paso a una nueva escalada, esta vez a cuenta directa suya, y no así de Hamas.

Hipotéticamente hablando, sin importar cual sea su comportamiento, en un escenario como este Israel sufriría un daño reputacional inevitable. Si decide atacar, sus justificativos serán puestos en tela de juicio. Pero más importante todavía, será criticado duramente por arriesgar la calma y la estabilidad. Por otro lado, si se abstiene de emprender acciones concretas, la lógica mediooriental imperante dirá que Israel pierde poder de disuasión no solo frente a Hamas, sino también en relación con sus enemigos en general.

Ahora bien, no está claro si el edificio derribado había sido identificado como blanco lícito antes de que comenzaran a llover cohetes sobre las ciudades israelíes. Pese a ello, la coyuntura gazatí demuestra —para quien quiera analizarla en verdad—, que el ataque en entredicho tiene justificación, sin importar cuando haya determinado Israel la viabilidad legal del mismo.

Para hablar de precedentes, la discusión en cuestión amerita revisar testimonios de antiguos periodistas de AP como Mark Lavie y Matti Friedman, quienes cuestionan la aquiescencia o complacencia de los corresponsales con Hamas, so pena de no poder trabajar o vivir en paz. Como twitteó recientemente Friedman, “cualquier organización de prensa que opere en una dictadura se verá comprometida, y esta se comprometerá a sí misma aún más para ocultar como fue comprometida [en primer lugar]”.

La Franja de Gaza constituye una suerte de Emirato islámico totalitario, gobernado por una plataforma que impone la ley islámica (la sharía) y hace de la apología a la violencia una virtud pública. Desde que Hamas se hiciera con el poder en 2007 por la fuerza, muchos reporteros extranjeros abandonaron Gaza por cuestiones de seguridad. Tienen prohibido informar cualquier cosa por fuera del sufrimiento ante Israel. No pueden reportar sobre la utilización de escudos humanos, ni mucho menos expresarse acerca de los calvarios que los islamistas imponen sobre la población.

Es por eso paradójico que algunos detractores de Israel acusen a este de socavar la labor de la prensa. Ningún país es perfecto, y mucho menos en tiempos de guerra. Con todo, en “Hamastán” no existe  libertad de expresión alguna. Si esta aseveración fuese exagerada, ¿cómo explicar la ausencia de periodismo de investigación en Gaza? ¿Cómo explicar qué en la prensa occidental no existan reportajes centrándose en Hamas? Sin ir más lejos, todo apunta a que los corresponsales extranjeros no se sienten seguros frente a las tantas intimidaciones extraoficiales.

La mayor parte del personal de prensa afectado por el ataque israelí es de origen local: palestinos que viven y trabajan en Gaza a tiempo completo. A diferencia de los corresponsales extranjeros, los periodistas gazatíes no tienen a su disposición la opción de criticar a Hamas, poniéndose a cubierto en las oficinas de AP y Al Jazeera en Europa. En algún punto, a sabiendas del peligro puesto por la censura represora de Hamas, aquel que redacte o reporte cómodamente desde Gaza lo hace porque cree en la narrativa palestina. Transmitir imágenes devastadoras es una de las tantas formas de involucrarse y contribuir para la liberación y destrucción del enemigo sionista.

Este argumento no estriba en desmentir necesariamente la honestidad de los palestinos que atestiguaron el derrumbe, y que aseguran que Hamas en ningún momento infiltró u ocupó algún piso en la torre. Eso sí, apunta a que los locales no están en libertad de decir todo lo que piensan, y que las buenas intenciones de algunos no necesariamente reflejan el panorama completo. A lo sumo, en el mejor de los casos, las crónicas palestinas deberían ser cuestionadas con el mismo ímpetu con el que se acusa a Israel de haber atentado intencionalmente contra los medios.

En suma, resulta lamentable que el difundido idealismo de activistas y periodistas malinformados se anteponga a un análisis más centrado, basado en hechos y en suposiciones fundamentadas. Israel, un Estado democrático —y por descontado más transparente que cualquier agrupación islamista—, merece de la prensa mundial el beneficio de la duda. Por si acaso, podría ser el pequeño y hasta ahora carente gesto de imparcialidad profesional, necesario para contrabalancear oposiciones discursivas.

Como en cualquier discusión periodística, la asimetría de capacidades bélicas entre los bandos enfrentados no importa tanto como las intenciones que las acompañan por detrás. Por eso, incluso si se demuestra que Hamas no ocupaba el edificio, un error cometido en la confusión vertiginosa de un conflicto armado, y de las difíciles características de un escenario urbano con escudos humanos, no supone un crimen contra la prensa, y muchísimo menos un crimen guerra.

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