Mover la embajada de Estados Unidos a Jerusalén podría acercar un acuerdo de paz

Artículo Original. Publicado también en INFOBAE el 07/12/2017.

El presidente estadounidense Donald Trump sostiene el memorándum firmado mediante el cual Estados Unidos se compromete a mover su embajada en Tel Aviv a Jerusalén, el 6 de diciembre de 2017. En contraste con una multiplicidad de voces, en lo personal creo que el anuncio será positivo para afianzar los prospectos de un acuerdo de paz entre israelíes y palestinos. Crédito por la imagen: Mandel Ngan / AFP.

El presidente estadounidense Donald Trump anunció el 6 de diciembre que Washington reconocerá de aquí en más a Jerusalén como la capital de Israel. El anuncio desató una ola de críticas desde muchos frentes, comenzando por el propio Departamento de Estado, y continuando por diversos Gobiernos con intereses contrapuestos. A raíz del discurso cabe debatir cómo se desarrollarán las cosas, y hasta qué punto este acontecimiento tendrá repercusiones en el conflicto israelí-palestino, sean negativas, o bien positivas. Sin desmerecer la opinión de una mayoría de analistas y expertos, en este espacio propongo defender la decisión de Trump como un gran acierto en política exterior. Creo que, pese a que la jugada es evidentemente proisraelí, a la larga podría facilitar un acuerdo definitivo.

Por lo pronto, contrarío a la especulación que se reproduce en algunos medios de comunicación, lo cierto es que la decisión de Trump no altera la situación de facto en el terreno. Más allá de las controversias existentes, Jerusalén opera como capital de Israel desde que este ganó su guerra por la independencia. No por poco todos los mandatarios extranjeros que visitan el país son recibidos en dicha ciudad, y no así en Tel Aviv. Ahora bien, es innegable que la decisión de mover la embajada es polémica, y que ciertamente generará mucho malestar entre musulmanes, desembocando en protestas potencialmente violentas.

A modo de enmarcar la cuestión, en primera instancia, cabe decir que el anuncio de Trump se inserta en los esfuerzos encabezados por su yerno, Jared Kushner, por alcanzar “el acuerdo definitivo” entre israelíes y palestinos. Para esto Kushner está siguiendo una estrategia no convencional en línea con las propuestas de Benjamín Netanyahu, quien insiste en cambiar la tradicional fórmula de “tierras por paz” por la nueva máxima de “reconocimiento por paz”. Durante las últimas dos décadas, la diregencia árabe y palestina insistió en que Israel devolviera los territorios que ocupó o conquistó a los efectos de avanzar en el proceso de paz. A cambio, los líderes árabes prometían reconocimiento diplomático, pero que no obstante siempre estaría sujeto a un acuerdo final entre israelíes y palestinos. Por esta razón, todas las negociaciones que han tenido lugar hasta la fecha –siempre con mediación estadounidense– se han centrado en la premisa de que Israel debe hacer grandes sacrificios y concesiones dolorosas.

La llegada de Trump al poder marca un quiebre con lo que aún se asume como sabiduría convencional en los círculos diplomáticos. El magnate empoderó a su yerno para que encuentre una solución al conflicto en Tierra Santa, y para ello le encomendó o le permitió adoptar una estrategia divergente. La idea consiste en aprovechar la enemistad entre Irán y los países sunitas para puentear las diferencias entre estos últimos e Israel sobre la base de intereses en común. La nueva premisa sugiere que si las capitales árabes se acercan al Estado judío, este sentirá su seguridad menos comprometida, de modo que podrá apostar a realizar concesiones con mayor facilidad. Dicho de otro modo, “reconocimiento por paz” invierte la ecuación “tierras por paz”. A esto se refería Trump cuando en su discurso hablaba de la necesidad de romper con las viejas estrategias que hasta ahora no vienen funcionado.

La agenda poco ortodoxa de Kushner explica en parte el feudo entre este y el Departamento de Estado encabezado por Rex Tillerson. Se percibe que el consejero superior del presidente le ha dado “carta blanca” a Arabia Saudita y a los Emiratos Árabes Unidos en su ofensiva contra Irán, pese a que esto no necesariamente avanza los intereses estadounisendes en la región. El ejemplo por excelencia es el bloqueo que estos actores impusieron sobre Qatar en junio. Fuentes de la diplomacia norteamericana sospechan que esta jugada no podría haberse producido sin el consentimiento de Kushner. A diferencia de Tillerson, el esposo de Ivanka tiene llegada al oído del presidente incondicionalmente. Por eso, la cuestión de Jerusalén esconde una pugna por influencia detrás de los bastidores de la Casa Blanca. Podría decirse que se debaten dos visiones opuestas de política exterior y conducción política. El rol preponderante de Kushner en política exterior en cierta forma atenta contra la calidad institucional del Gobierno estadounidense. Mientras las administraciones pasadas (sean republicanas o demócratas) articulaban sus políticas exteriores sobre la base de soluciones consensuadas, o al menos debatidas en distintos niveles, la gestión Trump parece responder exclusivamente a las directrices de un selecto grupo de decision makers.

Hecha esta aclaración, una de las incógnitas en boga consiste en preguntar por qué Trump anunció ahora el futuro cambio de embajada. Es decir, ¿qué hace que la ocasión sea la indicada? En mi opinión la respuesta se encuadra en la coyuntura recién expuesta. Tiendo a pensar que Kushner consiguió la luz verde por parte de los sauditas por debajo de la mesa. Por descontado, ningún Gobierno de un país musulmán saldría a defender a Trump públicamente, y Riad no ha sido la excepción. Sin embargo, hay que destacar que el comunicado saudita solo refleja “preocupación”, y no así condena. Pienso que el anuncio se produce ahora porque la Casa Blanca habría obtenido las garantías que buscaba por parte del Estado que ostenta el liderazgo espiritual del mundo sunita, y así también de sus aliados en Egipto, Emiratos Árabes Unidos, y posiblemente Jordania.

Esta situación pondría de manifiesto que Mahmoud Abbas se encuentra más aislado que nunca desde que sucediera a Yasir Arafat en 2004. Las capitales sunitas le han dado la espalda, y no ven réditos en apoyarle. En el contexto de la guerra sectaria en Medio Oriente la causa palestina se ha convertido en un lastre que no supone ningún beneficio estratégico. Por el contrario, en la medida en que la rivalidad entre Riad y Teherán se intensifica, e Israel continúa demostrando ascendencia económica y militar, la mayoría de los Gobiernos árabes entienden que un acuerdo definitivo entre israelíes y palestinos está en sus mejores intereses. Puertas adentro, a razón del fracaso de los procesos de Camp David (2000) y Annapolis (2007) reconocen que el irredentismo palestino es el principal responsable de que no haya acuerdo. Me refiero a la negativa de conceder legitimidad a la idea elemental de que Israel es legítimo, y a la negativa de aceptar concesiones que, de haberse aceptado, hubieran resultado en un Estado palestino sobre casi la totalidad de Gaza y Cisjordania, incluyendo soberanía sobre Jerusalén oriental.

Este argumento apunta a que la jugada de Trump no es otro de los actos impulsivos o erráticos del presidente, sino más bien un acto calculado, orientado a poner presión sobre Abbas para sentarse a negociar. Todo líder sabe que la política de Washington puede cambiar con el devenir de sucesivos presidentes ocupando la Casa Blanca. En efecto esta es la norma en cualquier democracia, pero lo mismo no ocurre con los Estados autocráticos. Los analistas tienden a poner el énfasis en cómo Estados Unidos impacta sobre la política de Medio Oriente, pero en este caso más importante todavía son las decisiones de Riad, Abu Dabi, Cairo o Amán. Si mi interpretación es correcta, la presión sobre Abbas no cesará con el recambio del liderazgo estadounidense. Los vientos ahora soplan en otra dirección.

En noviembre del año pasado escribía en este medio que veía con escepticismo que Trump llegara a cumplir su promesa. Lo afirmaba porque hasta ahora era prácticamente un cliché entre los candidatos republicanos prometer lo mismo a modo de ganar el voto conservador y evangélico (el voto judío es mayoritariamente demócrata). Debo conceder ahora que quizás estaba equivocado. En todo caso habrá que esperar a ver si la nueva embajada se edifica. Bien, sí estaba en lo cierto cuando decía que con Trump llegaban prospectos favorables para un acuerdo de paz. Como escribía entonces, suscribo a la suposición no convencional que dice que con Israel las zanahorias funcionan mejor que las amenazas; que cuantas mayores garantías vea un primer ministro israelí, mayor será su credibilidad para arriesgarlo todo por un arreglo con los palestinos de cara a su electorado.

En contraste, bajo el antiguo paradigma de “tierras por paz”, el liderazgo palestino siempre pudo capitalizar su posición utilizando el chantaje. Por ejemplo, esto sucedió en 2004 cuando George W. Bush le aseguró a Ariel Sharon que Washington aceptaría una solución contemplando la anexión de los asentamientos judíos más grandes (en Jerusalén oriental) por parte de Israel. Tal como lo afirma Elliot Abrams, en 2004 los críticos predijeron el fin de toda negociación y un estallido de violencia sin parangón. Así y todo, luego de los discursos aguerridos las aguas se calmaron y las negociaciones continuaron. Es muy plausible que en lo sucesivo lo mismo ocurra con la espinosa cuestión de la embajada.

Por un lado, guste o no la decisión de la Casa Blanca, es la decisión de la primera potencia mundial, y eso marca un fuente precedente. Además, no hay que perder de vista que la decisión de Trump no afecta el statu quo sobre el terreno, solamente reafirma lo que los hacedores de política (incluso del lado palestino) ya tienen en claro, y esto es que Jerusalén occidental será la capital internacionalmente reconocida de Israel bajo cualquier tipo de arreglo futuro. Mover la embajada es formalizar algo que en los hechos ya se cumple indiscutidamente. Dejando de lado la retórica populista de ciertos líderes que buscan convalidarse ante masas sensibilizadas, lo cierto es que con el correr del tiempo la situación pasará a segundo plano y las cosas seguirán como de costumbre. Por otro lado, dado que los sauditas y sus aliados quieren que efectivamente se ponga cierre al dolor de cabeza palestino, Abbas no podrá apelar a la carta de unidad árabe y musulmana ante el supuesto ultraje estadounidense. Cairo y Riad le pasarán factura. Lo último que quieren los mandatarios sunitas es ver a sus ciudadanos protestando en las calles, quemando banderas, y simpatizando con grupos islamistas con vínculos con Irán.

En resumen, si se miran las cosas con perspectiva –contrario a lo que andan diciendo muchas voces– esta nueva presión multidireccional hacia Abbas podría contribuir a que continúen las negociaciones y que estas lleguen a buen puerto. Teniendo en cuenta que la popularidad del octogenario líder palestino está en un mínimo histórico, semejante apremio en su contra hace que un acuerdo exitoso con Netanyahu se vuelva más deseable, sobre todo si cuenta con el probable respaldo de Arabia Saudita. Este es quizás el único camino viable que tiene Abbas para salvar su reputación y su lugar en la historia. Por supuesto, las zanahorias deberán encargarse de mitigar el impacto de los garrotes. Washington y Riad podrían facilitar la transacción pacífica mediante importantes inversiones y asistencia financiera para desarrollar el prospectivo Estado palestino, cuya capital probablemente sea Jerusalén oriental.

Este argumento no quita que en lo inmediato vayan a producirse duras repercusiones a lo largo y ancho del globo. Algunos estiman que las movilizaciones en las calles palestinas podrían desembocar en una tercera intifada. Lo cierto es que el Departamento de Estado anticipa protestas por doquier y ya prevé que algunas registrarán incidentes violentos en las inmediaciones de las representaciones diplomáticas norteamericanas. Pese a estos hechos contraproducentes, el tiempo dirá si la decisión de Trump fue acertada. De momento estoy convencido de que lo es.

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