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El polémico “veto musulmán” impulsado por el presidente Donald Trump causó revuelo mundial, y sin embargo no fue ampliamente criticado entre las élites árabes. Dejando de lado la discusión acerca de lo acertado o incongruente de esta política (o si de hecho es un veto musulmán o no), lo cierto es que varios países musulmanes no se han quejado en lo absoluto, como sí lo han hecho paradójicamente diversos países occidentales. Dado el supuesto trato peyorativo que Trump mantiene para con los creyentes del credo islámico, llama la atención que Egipto, Jordania, y casi todas las monarquías del Golfo se hayan abstenido de criticar al presidente —probablemente a la espera de conocer mejor a la nueva administración en la Casa Blanca—.
Tal como lo advierte oportunamente un artículo en The New York Times, los líderes musulmanes se llenan la boca hablando de la umma, la comunidad global de musulmanes, pero lo que realmente los mueve son los intereses nacionales de sus países. Es evidente que la nueva política migratoria ofende, pero los monarcas tienen otras prioridades vinculadas con la alta política. Posiblemente esta razón explica, por ejemplo, el silencio de la Organización para la Cooperación Islámica, la cual agrupa a 57 Estados miembro. Con sede en Arabia Saudita, el organismo aparenta haber adoptado una postura de cautela a la expectativa de no contrariar al presidente Trump en una cuestión que no afecta directamente sus intereses.
En efecto, son muchos los Estados islámicos que tradicionalmente dependen de Estados Unidos para lidiar con varios desafíos, que van desde seguridad hasta cooperación en materia de desarrollo. Por eso, la ocasión sirve como experiencia educativa para ilustrar abiertamente donde yace el verdadero interés de muchos de los soberanos a la cabeza de países musulmanes.
El “veto musulmán” afecta temporalmente a los refugiados y viajeros provenientes de Siria, Irán, Irak, Sudán, Libia, Somalia y Yemen. No obstante, son pocos los países que expresaron solidaridad con los damnificados, o que bien expresaron abierta disconformidad frente a la medida. Irán naturalmente se quejó y advirtió que tomaría medidas recíprocas. Irak, gobernado por elementos cercanos a Teherán, hizo lo mismo y resaltó que la “relación especial” con Estados Unidos peligraba. Sudán, liderado por Omar al-Bashir, un histórico promotor del terrorismo, también expresó oprobio. Lo mismo hizo Turquía, y se sumaron Indonesia y Malasia. Por otro lado, Siria, Libia, Yemen y Somalia —países en guerras fratricidas— no emitieron comunicados. En estos sitios, donde el poder está dividido, cada parte quiere buenos términos con la primera potencia mundial.
En el contexto árabe, la reticencia a cuestionar a Trump se ve especialmente en el Golfo. Allí, con la excepción de Qatar, que invirtió en posicionarse en la “calle árabe” apoyando a la Hermandad Musulmana, las monarquías no le objetaron nada al presidente. De hecho, el ministro de Exteriores de los Emiratos Árabes Unidos se destacó por hacer público su acato, alegando que la medida adoptada por Trump no es islamofóbica. Como sugiere Girogio Cafiero, sucede que aunque Arabia Saudita reclama ser la guardiana de los lugares santos de La Meca y Medina, al final de cuentas Washington es más importante.
Con independencia de cuál sea el sentir popular entre sus súbditos, los regímenes del Golfo dependen de Estados Unidos para preservar su seguridad y la estabilidad regional. Dependen de armamento made in the USA, de generosos subsidios millonarios a la defensa, y de garantías bélicas para contrariar la influencia de Irán. En general, los países sunitas de Medio Oriente comparten las mismas preocupaciones elementales, y están expectantes frente al desconcierto que plantea la nueva administración. Si bien Trump prometió ponerle los puntos a Irán, queda por verse hasta qué punto se hace el rudo, y hasta qué punto cumple con lo pautado.
En consecuencia, aunque los Estados sunitas están esperando a ver qué pasa, sobreentienden que su relación con la Casa Blanca tiene que comenzar con el pie derecho, y que protestar por la suerte de viajeros despatriados no representa ningún interés estratégico. Por esto mismo, en la medida que Trump sea un hombre impulsivo que se tome cada crítica como una ofensa personal, lo mejor para los mandatarios será tener paciencia y hablar con suavidad, acaso para convencer a Trump de actuar más decisivamente en Medio Oriente. Desde ya, esperan que revierta el rumbo fijado por su predecesor, marcado por la ambivalencia e indecisión en cuestiones cruciales como el conflicto sirio.
Desde otra parte, ahora desde una óptica moralista, podría discutirse que los regentes sunitas del Golfo no tendrían sustento alguno para criticar a Estados Unidos por complicarle el acceso al país a correligionarios. Cabe tener presente que, citando necesidades pragmáticas de seguridad, ninguno de estos Estados les abrió las puertas a refugiados sirios. Luego, no deja de ser cierto que estos países les prohíben el acceso a israelíes (es decir a judíos). En algunos casos, basta con tener una estampa israelí en el pasaporte para tener el acceso vedado.
Con esta cuestión viene a colación la candente discusión en torno al futuro de la Embajada estadounidense en Israel. En su excelente tomo sobre la historia de las relaciones bilaterales entre Estados Unidos y el Estado hebreo, Dennis Ross demuestra que a lo largo de casi siete décadas, los países árabes nunca sacrificaron su relación con Washington como resultado del nexo de este con la entidad judía. Por extensión, como muestra Lawrence Wright, en 2003 los sauditas silenciaron toda crítica mediática contra George W. Bush tras la invasión de Irak. En este aspecto, el eterno error de sucesivas generaciones de funcionarios ha sido suponer que los países árabes priorizarían principios sobre intereses. En tanto sigan dependiendo de Estados Unidos para aprovisionarse, garantizar su seguridad y desarrollarse, los Estados con mayoría islámica generalmente optarán por acatar o ajustarse a las directivas norteamericanas.
En conclusión, el embrollo con las políticas migratorias de Donald Trump refleja una lección en realpolitik que observadores honestos no dejaran pasar desapercibida.