¿Es islamófobo monitorear a las comunidades musulmanas?

Artículo Original.

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Mientras los expertos en seguridad insisten en que es necesario monitorear a las comunidades musulmanas, críticos y activistas aducen que los servicios de seguridad están institucionalmente sesgados con posturas racistas y xenófobas hacia el islam. En la foto, un grupo de musulmanes se concentra ante el Ayuntamiento de Barcelona, en diciembre de 2015. Crédito por la imagen: Robert Bonet.

La reciente ola de atentados en Francia y en Bélgica ha vuelto a reavivar un debate que lleva instaurado por lo menos desde hace quince años, desde que el peligro del radicalismo islámico se hiciera palmario tras los ataques de Al-Qaeda en Estados Unidos. En relación con este flagelo, a diferencia del continente americano, donde la integración de los musulmanes ha sido más exitosa, Europa no ha podido o no ha sabido tratar con la población procedente de una coyuntura islámica.

El barrio de Molenbeek en Bruselas es quizás un ejemplo conocido y revelador. Puesta en escrutinio por las autoridades tras los atentados del 22 de marzo, esta municipalidad cuenta con una mayoría musulmana, principalmente de origen marroquí, y se ha sido catalogada como un caldo de cultivo de yihadistas. En la medida que la radicalización islámica genera resquemor para con los sectores musulmanes, cada vez son más los políticos, especialmente aquellos populistas, que demandan un seguimiento, o alguna especie de control sobre lo que se discute puertas adentro de las mezquitas y centros culturales islámicos.

Desde el punto de vista del oficial de inteligencia y seguridad, más allá de las polémicas políticas –de lo que digan o hagan los funcionarios– existe una necesidad tangible de monitorear lo que sucede en las instituciones islámicas; con mayor o menos intensidad según el caso. En palabras de un analista francés, “estamos ciegos”. “No contamos con las herramientas más obvias para lidiar con esta amenaza”. Para los expertos europeos, las deficiencias en materia de seguridad tienen mucho que ver con la inhibición de los líderes a tratar temas espinosos, conocidos por contrariar la corrección política, y ergo suscitar fuertísimas críticas. Por eso, tal como expresa lacónicamente un analista belga, el problema en cuestión no será resuelto en tanto no se tome una decisión: “O querés vivir en una sociedad muy segura –una sociedad con un montón de fuerzas de seguridad– o te quedás con tu modo de vida, y con las libertades con la que estás acostumbrado a convivir.”

¿Es entonces islamófobo el destinar más recursos para hacer un seguimiento más detenido a los musulmanes? Hay quienes dirían que el solo hecho de plantear tal discusión esconde una agenda xenófoba; una “gran ópera” ilusoria articulada para generar miedo. ¿Es válida esta aseveración?

¿Islamofobia institucional?

Los exponentes de esta mirada enuncian que en Occidente existe un prejuicio latente contra los musulmanes, y que las agencias de seguridad, como reflejo institucional de lo que sucede en la sociedad, colaboran con la construcción de una otredad en torno a las comunidades islámicas. En cierta medida esto podría ser correcto, considerando que los crímenes de odio contra musulmanes están en alza, tanto en Estados Unidos como en Europa. Indubitablemente, el apogeo mediático del yihadismo de la mano del Estado Islámico (ISIS), y la presente inseguridad causada por los atentados, contribuyen al presente clima de aprensión, ciertamente explotado por las plataformas populistas de derecha.

En base a estos miramientos, el Informe europeo sobre la islamofobia del año 2015, recomienda medidas previsibles, entre las cuales se menciona la necesidad de legislación contra crímenes de odio, la tarea de promover el entendimiento mediante planes educativos, la importancia de entrenar a los agentes de seguridad, el rol de la sociedad civil a la hora de contrarrestar prejuicios, etc. En línea con esta observación, los críticos de la llamada “guerra al terror” (característica de la presidencia de George W. Bush) alegan que los servicios de seguridad están viciados por nociones estereotipadas de los musulmanes.

Por ejemplo, Deepa Kumar, una crítica del discurso mediático, asegura que las agencias gubernamentales se alimentan de modelos teóricos de radicalización que engloban a todos los musulmanes por igual, y que consecuentemente, “uno no necesita un doctorado en psicología para ver que este modelo conductual es inherentemente racista”. El comentario apunta a que no es posible detectar a un extremista en base a las instrucciones de un manual. Una persona no necesariamente se radicaliza por visitar páginas de internet islamistas, ser activista religioso, o dejarse crecer la barba. Análogamente, Kumar arremete contra las técnicas de perfil racial o profiling, insistiendo en que conducen a la tipificación del musulmán, mientras dejan el paso libre para potenciales extremistas sin relación con el islam. Mientras que el seguimiento preventivo de los musulmanes es moneda corriente, “a los supremacistas blancos se los deja entrenar con armas en sitios en todo Estados Unidos”, sin levantar la menor sospecha.

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Proceso de radicalización elaborado en 2007 por Mitchell D. Silber y Arvin Bhatt para el Departamento de Policía de Nueva York (NYPD). El período de «pre-radicalización» corresponde a lo que sucede antes de que el sujeto entre en contacto con la ideología yihadista. La «autoidentificación» representa cuando la persona entra en una crisis emocional o espiritual, llevándola a considerar enserio los postulados del islam radical. Los extremistas británicos llaman a esta etapa «apertura cognitiva» (cognitive opening). Luego, la «indoctrinación» tiene lugar cuando el individuo adopta enteramente la ideología radical, tomando partido por llevar a cabo algún tipo acción. Finalmente, cuando ocurre la «yihadización», el individuo está listo mentalmente para convertirse, por voluntad propia, en un «guerrero santo». Crédito por el gráfico: citylimits.org

Ben Emmerson, el relator especial de las Naciones Unidas (ONU) “para la promoción y protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales”, piensa algo similar. Para él, las iniciativas que buscan monitorear a los individuos en base a ciertos patrones conductuales son represivas, y se basan en fallas semánticas y conceptuales. Estos modelos sistematizados con los cuales operan las agencias de seguridad, además de perseguir y criminalizar a los musulmanes, traen consigo “un entendimiento simplista del proceso de radicalización, como si este partiera de una única trayectoria inamovible, con marcadores identificables a lo largo del camino”.

Entre otros, Emmerson y Kumar aducen de este modo que no existe una simple explicación para dar cuenta de los motivos detrás de la radicalización de un individuo, y que, por lo tanto, no es posible dar con el perfil del terrorista siguiendo guiamientos teóricos que –sostienen– son tendenciosos de antemano.

Pese a observaciones de este tipo, los Estados, inhábiles de poner coto al terrorismo, acceden a tomar medidas públicas que quizás serían impensables pocos años atrás. Ilustrando, el año pasado en Gran Bretaña entró en vigencia legislación de “emergencia”, que entre otras cosas le permite al Gobierno retener información y datos de personas. Francia también aprobó una ley que le permite al Estado “espiar” a sus ciudadanos. Bélgica no se quedó afuera. En 2015 autorizó “pinchar” las comunicaciones de individuos sospechosos de estar radicalizados. La tendencia se repite en otros países como Italia y Dinamarca. En Eslovaquia, el primer ministro fue al grano, y directamente dijo que “acá monitoreamos a cada musulmán”. Luego, en la otra costa del atlántico, en Estados Unidos, el candidato presidencial Ted Cruz quiere que la policía patrulle y “asegure” a cada comunidad musulmana.

¿Qué hacer frente al radicalismo islámico?

La pregunta latente obviamente permanece: ¿qué hacer? ¿cómo evitar que musulmanes radicalizados cometan atentados? Dejando de lado la cuestión de la tenencia de armas en Estados Unidos que menciona Kumar, lo cierto es que salvando contables, incluso importantes excepciones, la mayoría de los atentados en el mundo que implican la muerte de civiles e inocentes son llevados a cabo por musulmanes. Notoriamente, de acuerdo con el Índice Global de Terrorismo publicado por el Institute for Economics & Peace, y el Global Terrorist Database (GTD), en 2014 solamente dos grupos fueron responsables por la mitad de las muertes causadas en ataques terroristas –Boko Haram y el ISIS. Igualmente revelador, en 2013, el 66% de las muertes causadas por ataques terroristas, involucraron, además de estos dos últimos grupos, a los talibanes y a Al-Qaeda. Asimismo, considerando que los países que más sufren de este flagelo son de mayoría musulmana, como Irak, Afganistán y Pakistán, fuera del ámbito occidental, las principales víctimas también son los propios musulmanes. Al respecto, en contraste con el resto del mundo, los occidentales solo sufrieron el 4.4% de los incidentes terroristas registrados en los últimos 15 años, y el 2.6% de las muertes.

Los activistas que acusan a las autoridades gubernamentales de ser islamófobas suelen remarcar –correctamente– que la mayoría de los atentados cometidos en Occidente no involucran, últimamente, a musulmanes. Según concede el Índice Global de Terrorismo, entre 2006 y 20014 el fundamentalismo islámico no fue la principal causa de terrorismo en Occidente. Más bien, en este sentido, casi el 80% de las muertes fueron causadas por “lobos solitarios” motivados por alguna forma de supremacismo no islámico. Al caso, las 77 muertes ocasionadas por los ataques perpetrados en Noruega en julio de 2011, por un extremista derechista, componen alrededor del 46% esta estadística. De no haber sido por este trágico acontecimiento, en este período el yihadismo se hubiera llevado aproximadamente el 35% de las muertes causadas por atentados en Occidente.

No obstante, más allá de estos datos recientes, lo cierto es que en perspectiva el extremismo islámico es el principal motor del terrorismo. Por lo establecido recién, en el matiz global ciertamente lo es. Y bien, aun así, en Occidente, salvando el caso concreto noruego, los terroristas islámicos perpetraron los ataques más conmocionantes de los últimos quince años, incluyendo los atentados de Madrid (11 de marzo de 2004), de Londres (7 de julio de 2005), de Moscú (29 de marzo de 2010; 24 de enero de 2011), de París (7 de enero de 2015; 13 de noviembre de 2015), y más recientemente, este año, el de Bruselas (22 de marzo).

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«Juguete de cuerda», por Cameron Cardow. El fenómeno de los «lobos solitarios» debe ser comprendido como una manifestación de un problema más amplio y extenso: el radicalismo islámico (que le da cuerda al yihadismo).

En conjunto, estos datos sugieren que el extremismo es un problema inmenso dentro del mundo islámico, y que el radicalismo estriba no solamente de agravios socioeconómicos y políticos, pero que también parte de la base de pautas religiosas e ideológicas que, lamentablemente, permanecen vigentes entre un gran número de musulmanes. Diversos analistas estimaron que entre un 5 y un 10% de los musulmanes tienen opiniones que tocan la clase de fanatismo belicoso que cautiva a los yihadistas. Incluso si la cifra es exagerada, y solamente el 1% de los 1.6 mil millones de musulmanes en el mundo es extremista, estaríamos hablando de 16 millones de personas con visiones abultadas con dogmatismo y odio. En otro ejemplo, como sugiere una encuesta de Al Jazeera, uno no necesariamente tiene que portar un rifle de asalto y salir a disparar para simpatizar con quienes sí lo hacen.

Aunque sin lugar a dudas hay terroristas cristianos, judíos e hindúes, incontestablemente la mayoría de los ataques en el mundo son perpetrados por musulmanes en el nombre de Dios. A mi criterio, esto se debe en parte a la relativa falta de secularización en el mundo islámico, y al rol omnipresente de la religión en el ejercicio de comprender e interpretar la realidad.

Tal como reflexiona Philippe d’Iribarne, un intelectual francés, el problema central es la falta de introspección individual en el islam, la ausencia de una verdadera reforma religiosa orientada hacia el raciocinio, y hacia el debate deliberativo. Por lo pronto, como lo indica el Pew Research Center, los 21 países en el mundo que prohíben la apostasía son todos de mayoría musulmana. En ellos, prevalecen, implícita o explícitamente, pautas y normas que limitan el potencial humano y el pleno desarrollo económico e intelectual de sus habitantes, especialmente las mujeres.

En base a estas apreciaciones, en mi opinión es evidente que la tesis del “choque de civilizaciones” debe ser considerada con seriedad. Cada nación es el producto de un devenir histórico diferente, y en este punto, en las sociedades tradicionalmente islámicas la religión tiene una importancia trascendental, cosa que ya no sucede en los entornos occidentalizados. Por ello, comparto el sentimiento de Denis MacEoin, un experto irlandés en la materia, cuando asevera que la mayor parte de lo que hoy es etiquetado como islamofobia en realidad es criticismo medido y justo. Si bien existen los crímenes de odio contra musulmanes –y estos en efecto han aumentado– para pensadores de la caña de Kumar, cualquier indagación sobre el fenómeno del extremismo islámico que atribuya explicaciones en las dinámicas endógenas al islam, estará dogmáticamente viciada.

La izquierda regresiva

Este pensamiento, propio de la izquierda regresiva, estimado por muchas comunidades musulmanas en Occidente (y en Argentina también), alega, en otras palabras, que la culpa siempre está en los excesos de los norteamericanos y europeos; y que estos, en la consecución actual o histórica de sus emprendimientos extraterritoriales, están sesgados por sus construcciones discursivas tradicionales entre civilización y barbarie.

Ahora bien, resumida esta postura a la perfección por Ana Soage, especialista en islamismo, irónicamente, esta postura en el fondo es algo racista, pues “considera que los no occidentales son siempre víctimas o títeres de las potencias occidentales”, y que, por lo tanto, estos primeros “no son responsables de sus actos, puesto que sus atrocidades son una mera reacción a la agresión occidental” (como si los musulmanes no hubiesen tenido su propia historia de expansión, conquista y dominación).

Arun Kundnani es otra figura que encarna este pensamiento regresivo. De acuerdo con este profesor británico, la narrativa contraterrorista oficial obvia de su análisis el contexto político por el cual un “joven enojado” se radicaliza. Ignora las pugnas de los movimientos sociales, y las querellas internacionales entre Estados o construcciones opuestas, como Occidente y el mundo islámico. Kundnani indica además que no todo activista radical es terrorista, y que el perfil genérico de este último, indistintamente de sus motivos o religión, tiende a ser similar. Este supuesto lo lleva a concluir que la ideología o bandera del terrorista no es realmente importante: “La ideología religiosa, en vez de ser el motor subyacente del terrorismo, a lo sumo parece jugar un rol permisivo en cohesionar a un grupo”. “Provee un vocabulario y una identidad coherente, pero es la política la que provee el ímpetu”.

Lo que pensadores como Kumar y Kundnani no quieren ver, es que, si bien el contexto político como influencia es innegable, los agravios causados por las decisiones de Washington, Londres o Paris no ofrecen un marco referencial para dar cuenta de la atracción que tiene una ideología religiosamente sancionada. En particular, véase que Kundnani se refiere al impacto negativo que causó la guerra de Irak de 2003 a la hora de motivar a grupos radicales a dispensar el uso de la violencia. Pero creo que sería más correcto aseverar que en este caso, y en cualquier otro, la percepción de “guerra contra el islam” sirvió de catalizador, y no de motor de una ideología extremista previamente instaurada. En este sentido, cabe tener presente que el propio Osama Bin Laden enfatizaba, y aceptaba como válido desde antes de 2001, un discurso maniqueo que utilizaba para sumar adherentes a su movimiento. Antagonizaba a Occidente con el Islam (con mayúscula, esto es, el mundo musulmán) –como una batalla entre el dominio de lo piadoso y la (malvada) influencia cristiana o secular.

He comprobado que los sitios destinados a hacer seguimiento de la islamofobia, como el monitor del Council On American-Islamic Relations (CAIR), suelen tildar de xenófobas o racistas a instituciones que se dedican al debate académico sobre el islam. A su modo de ver las cosas, la crítica a la religión islámica, o sea a ciertas prácticas o creencias que acontecen dentro del amplio paraguas que es el islam, conduce a postulados prejuiciosos y cerrados. En consecuencia, cualquier cosa que venga asociado con una imagen crítica o negativa del islam se convierte, casi por antonomasia, en discurso dañino. Por supuesto, esto no resta el hecho de que existen casos concretos de violencia contra musulmanes, que desde ya deben ser condenados.

Paradójicamente, dentro de esta disposición, quienes se alarman por la violencia ejercida contra los musulmanes no parecen poner el mismo esfuerzo en condenar la violencia cometida por musulmanes contra otros correligionarios, contra cristianos o contra judíos. Precisamente por ello, MacEoin atina en algo que se ha vuelto muy serio. Dado el nivel de violencia que los musulmanes ejercen contra otros musulmanes, si uno midiera las acciones de estos con la misma vara con la que se critica a los intelectuales que son etiquetados de islamófobos, quedaría en evidencia que dicho termino es burlesco. Dicho de otro modo, el musulmán que asesina a otro por no suscribir a su versión de la fe no es islamófobo “porque no representa al islam”, mientras que un comentarista o periodista que no mata a nadie, mas osa a criticar a una dimensión de la religión, o del colectivo islámico, sí lo es.

Adicionalmente, en tanto la población musulmana de Europa crece, los judíos del continente están huyendo en números crecientes a Israel, siendo que están siendo objeto de un hostigamiento constante por parte de conciudadanos de origen musulmán. Mientras que los Estados deben enviar presencia militar a las sinagogas para protegerlas de la furia del extremismo islámico, virtualmente no existen judíos acosando a musulmanes por las calles europeas. Paralelamente, no hay cristianos o budistas organizando marchas peticionando por abrogar la ley positiva del Estado secular, para reemplazarla por legislación inspirada en la religión. Solo grupos musulmanes marchan con semejante disparatada consigna; y sin embargo, los líderes religiosos niegan que exista un problema en el interior del islam. Léase por esto, algo endógeno que influya sobre el proceso de radicalización, sin negar las variables coyunturales externas que puedan tener peso en el mismo.

En el video, manifestantes marchan por Copenhagen en octubre de 2015 pidiendo la islamización de Dinamarca.

Kundnani critica el hecho que se introduzcan políticas para “prevenir sistemáticamente que algunas ideas no violentas circulen, incluso cuando estas opiniones no son criminalizadas directamente por la legislación vigente”. Quienes salen a las calles europeas para pedir la islamización de la sociedad no son necesariamente violentos, y discutiblemente, aunque fomentan la imposición de normas antitéticas con los valores occidentales, no cometen ningún crimen. Simplificando, esta disyuntiva queda mejor abarcada con la siguiente pregunta elemental: ¿se puede ser tolerante con el intolerante?

Zuhdi Jasser, el presidente del American Islamic Forum for Democracy, opina que no.

¿Es monitorear lo mismo que espiar?

Por encima de los esfuerzos por parte de los expertos para prevenir atentados, Jasser sostiene que “la cura para el cáncer del islam radical debe ser identificada y dirigida a su fuente: la ideología del islamismo, o el islam político; que solo puede ser hecha desde dentro de las comunidades musulmanas”. En relación a la propuesta de monitorear a las comunidades islámicas, Jasser sostiene que muchos malinterpretan la intención detrás de tales medidas. Esto no implica quitarles a los musulmanes sus derechos o garantías, pero más bien entender que existe una ideología totalitaria detrás del velo islámico que debe ser combatida.

En contexto, un estudio realizado por The Centre on Religion & Geopolitics, que depende de la fundación de Tony Blair, encontró que los valores ideológicos, la base moral de cualquier organización, se encuentran presentes en el 80% de las fuentes propagandísticas de grupos islámicos extremistas. Lo que es más, el 62% de este material incluye referencias a los valores del credo islámico, y el 68% referencias a la cuestión de honor y solidaridad dentro de la comunidad de creyentes. Asimismo, el 42% de las fuentes utilizadas por grupos como el ISIS y Al-Qaeda incluye reseñas apocalípticas, al fin de los días.

El informe también cita información recopilada por encuestas tomadas en los últimos años. Entre los hallazgos se destaca lo siguiente. Más de la mitad de los musulmanes entrevistados en nueve países con mayoría musulmana afirmaron que les gustaría vivir para ser testigos del comienzo del fin del mundo. Más de dos tercios de la población en Egipto, Pakistán y Marruecos, coincide en la necesidad de un califato; y por lo menos un 40% de los sunitas en cinco países árabes no reconoce a los chiitas como musulmanes. En simultaneo, tres cuartos de los encuestados en Egipto, Pakistán, Marruecos e Indonesia, piensan que hay que “enfrentar a Estados Unidos y afirmar la dignidad de la gente islámica”.

Es interesante notar que Kundnani sugiere que cuando los musulmanes occidentales desencantados, “no tienen un medio legitimo para expresar sus quejas, la violencia se hace más factible”. Según él, esto se debe al discurso oficial que aliena a los musulmanes, el cual rápidamente los señala de extremistas por poseer opiniones fuertes en materia de política exterior. En otras palabras, por si la libertad de prensa, internet, la libertad de asamblea, e incluso las marchas antisistémicas no bastaran, Kundnani opina que, en su trato con los musulmanes, las sociedades libres de algún modo empujan a algunos al terrorismo. Aunque no lo dice de este modo, el argumento podría ir así: “ustedes, con su racismo, su xenofobia, y sus sentimientos de superioridad, básicamente se la buscaron”.

A pesar de la existencia de agravios verídicos, el hecho está en que los musulmanes occidentales están relativamente hablando, muchísimo mejor que sus correligionarios en los países no democráticos, y por consiguiente muchísimo mejor representados ante las autoridades. En suma, el enfoque regresivo no es capaz de explicar el desconcierto puesto por jóvenes que, si bien se criaron dentro del Estado de bienestar, se fugaron a pelear una guerra en el medio del desierto. Más allá de sus motivos, si la ideología no fuera importante, no habría ISIS.

Esta realidad obliga a los Estados occidentales a monitorear a las comunidades musulmanas. A diferencia de lo que hacen y hacían las autocracias seculares en países con mayoría islámica, con amplia experiencia en el seguimiento a círculos islamistas –salvando unos casos concretos, las democracias occidentales no torturan o encarcelan sistemáticamente a sus propios ciudadanos. En base a esto, Jasser entiende que existe un malentendido entre la noción de monitorear, y la más negativamente cargada idea de espiar. Para este norteamericano, monitorear implica familiarizarse íntimamente con las comunidades y con las organizaciones en donde podría haber problemas, “evaluando enteramente los comentarios e ideas (ideologías) [que aparecen] en la esfera púbica –incluyendo en las redes sociales”. Jasser explica que monitorear significa, por ejemplo, dar respuesta a una persona que da un paso al frente con quejas relacionadas con potenciales abusos por parte de individuos, que sienten que deben castigar a alguien por haber traído deshonra a la familia. Significa prestar más atención a las comunidades en donde este tipo de incidentes violentos ocurre, en donde el liderazgo religioso fomenta restringir las libertades de la mujer, o donde el discurso se vuelve antisistémico u antioccidental.

Pero, ¿qué hay de los modelos teóricos de radicalización que perfilan a los musulmanes?

Un mal necesario

Evidentemente, existe una necesidad de monitorear a cualquier grupo extremista, indistintamente de su consigna o emblema. Para esto sirven dichos modelos. Aunque, tal como lo afirma Emmerson, el relator especial de la ONU, estos enfoques son deterministas, y tienden a simplificar lo que es un proceso muy complejo de radicalización, también otra cosa es cierta: representan la mejor alternativa actualmente disponible. Si bien pueden ser represivos, su aplicación no le cuesta la vida a nadie. Dada la escala del problema, los servicios de seguridad necesitan cierto guiamiento para asistirles a detectar amenazas proactivamente. Soy de la opinión que antes que proponer su eliminación, los sectores musulmanes deberían justamente trabajar mano a mano con las autoridades, para consensuar un modelo de radicalización más complejo, menos imperfecto, y colaborar en su aplicación.

Demás está decir que ningún modelo plausible podrá por si solo evitar ataques por parte de individuos desquiciados. Pero el valor de estas teorías de radicalización reside en su capacidad de predecir. Si este no predice, entonces no sirve, y tiene que ser reemplazado. Lamentablemente, aquí la gran complicación es que esta capacidad de predictividad solo puede ser medida en retrospectiva, analizando el perfil psicológico de los terroristas que pudieron ejecutar sus actos homicidas. También está claro que no todo persona que consuma propaganda yihadista, o escuche sermones dogmáticos, se convertirá en un terrorista. Pero incluso si no agrede a nadie, estos hábitos no dejan a dicho sujeto hipotético libre de sospecha. Catalizado por circunstancias externas, una guerra, o el discurso “blasfemo” de un político, esta misma persona podría rápidamente convertirse en una amenaza real.

En todo caso –y en esto los críticos tienen razón– la falencia elemental de estas teorías es que no toman lo suficientemente en cuenta la experiencia del radicalismo ajeno al islam. Sin embargo, por lo visto anteriormente, hasta cierto punto esto tiene sus razones, siendo fácticamente indisputable que el yihadismo es el principal causante de actos terroristas en el mundo. Sin embargo, especialmente luego de la masacre perpetrada en Noruega por un extremista “blanco y nativo”, de aquí en más ninguna excusa es válida para ignorar el extremismo político fecundado en otros contextos.

Fuera de duda, uno de los principales desafíos que enfrentarán los Gobiernos será la correcta y suficiente alocación de recursos para cubrir tantos frentes, y atar todos los cabos. Así y todo, creo que la polémica está condenada a retroalimentarse continuamente. En la lucha contra el terrorismo, en el clima actual, es inevitable que, a los efectos de salvaguardar vidas, ciertas comodidades dadas por sentada se vean erosionadas. El salto de lo académico y teórico a la práctica es complicado, y esto repercute –y repercutirá– en que personas inocentes sean interceptadas e interrogadas (injustamente) por los servicios de inteligencia. Y, no obstante, creo seguro asumir que este es un precio necesario que los Gobiernos deben estar dispuestos a pagar.

Siempre existirán comentaristas que se pronuncien en contra de tomar medidas, pues pondrán el grito en el cielo en el momento en que perciban que los aparatos de seguridad fomentan divisiones sociales, contrariando las libertades civiles. Estas voces son necesarias para enriquecer el debate, y sobre todo alertar contra excesos, o directamente abusos injustificados por parte de las autoridades. Pero lastimosamente, siendo que las comunidades musulmanas no monitorean el extremismo encausado en algunas de estas, los Estados no tienen otra alternativa que hacerlo por ellas.

Volviendo a las premisas, como aseguran los expertos, no es posible dar con una estrategia de seguridad 100% no invasiva, en lo que a libertades civiles compete. El caso permanece, y es que, de un modo u otro, gracias a que los efectivos de seguridad belgas hicieron la vista gorda –porque por ejemplo no tienen permitido hacer redadas entre las 9 de la noche y las 5 de la mañana– el barrio de Molenbeek ocultó a los terroristas que azotaron Paris, y posteriormente Bruselas.

En tanto la amenaza terrorista no se desvanezca, es mi preferencia posicionarme con quienes piensan que es preferible ofender a lamentar, impotentemente, la muerte sin sentido de transeúntes, estudiantes, profesionales, hombres, mujeres y niños. Es menester tomar acciones para preservar la vida humana, y mientras el monitorear a los grupos que ya han demostrado problemas sea la mejor alternativa para este fin, entonces no será una medida racista o injustificada.